martes, 12 de agosto de 2008

Artes liberales y artes científicas: la naturaleza del conocimiento en las disciplinas humanísticas

Aunque el modelo de las artes liberales tal como se estableció en la antigüedad no planteaba una dicotomía entre las disciplinas que trazan las leyes de la naturaleza y las que estudian las producciones humanas, y aun cuando ese modelo origina en buena media el sistema de las disciplinas tal como aparece hasta hoy en los ámbitos universitarios, es claro que en los últimos ciento cincuenta años ha terminado por establecerse una clara contraposición entre las disciplinas científicas y las disciplinas humanísticas, haciendo irreconciliables sus procedimientos de investigación tanto como los fundamentos que, en cada caso, confieren alguna autoridad a sus resultados.

Las ciencias generalmente están moldeadas por el paradigma de las matemáticas, un paradigma que intenta objetivar las variables de los fenómenos para determinar su naturaleza y así construir conocimientos cuantitativamente verificables: la noción de metodología y de constatación empírica se vuelven por ello fundamentales en este campo. Las humanidades, en cambio, aunque normalmente son capaces de establecer con claridad sus objetos de estudio, divergen en lo que respecta a la noción de metodología (la sincronización del saber con el paradigma de las matemáticas) y postulan más bien la legitimidad de otros métodos de conocimiento que, a la luz de su propia tradición, se identifican como especulativos, analíticos y críticos: son disciplinas que trabajan con las circunstancias y admiten la probabilidad y la abducción y no sólo la comprobación inductiva o deductiva. Los humanistas no cuentan, por ejemplo, con el beneficio de los laboratorios, pero producen conocimientos altamente significativos y para ello cuentan con el mundo, con la palabra, con el ejemplo y la analogía: sus instrumentos hacen posible generar pruebas en ámbitos donde la ciencia no tiene competencia (por ejemplo, cómo obtener juicios acerca de una cuestión que depende de muchas variables contradictorias y que puede tener muchas soluciones posibles).

Sin embargo la existencia de la polarización es patente y determina la distribución simbólica de los capitales académicos. Ambos grupos, científicos y humanistas, pareen haber establecido un acuerdo tácito en el que se asume que unos no pueden convivir con otros pero donde se acepta que, aunque por separado, ambos grupos deben ser tratados más o menos como iguales. La autoridad del pensamiento científico, no obstante, parece darse por sentada dada la imagen de certidumbre que sus lenguajes parecen poseer. Los científicos no tienen duda en cómo plantear sus objetos de estudio, sus metodologías y las aplicaciones prácticas de sus indagaciones (no en vano, por ello, las ciencias sociales han decidido concebirse como pertenecientes al paradigma “científico”, aunque muchas veces partan de principios provenientes de la construcción social y de la convención lingüística y no de la naturaleza). Muchos investigadores humanistas, en cambio, postulan la validez de sus disciplinas señalando su importancia en cuanto que su materia de investigación tiene que ver con la construcción de los valores humanos, de la responsabilidad cultural y política, de la formación histórica de marcos de referencia en el lenguaje, de nociones y problemas, en suma, que resultan vitales para comprender el papel que juegan las creencias y los juicios en la configuración de las acciones humanas. No obstante, a menudo sus expresiones tienen el defecto de que, aunque satisfactorias para sus propios miembros, no explican clara y suficientemente cómo es que las humanidades hacen lo que hacen, cómo operan sus métodos, cómo se garantizan sus conclusiones. Sobre todo no logran dar cuenta de ello a los propios científicos, ingenieros o políticos, quienes siempre se ven obligados a “conceder” más que a “comprender” –por ejemplo en la distribución de los presupuestos académicos- el valor de unas ciencias “blandas” por oposición a unas ciencias “duras” (metáfora que, de suyo, habla ya del talante conceptual tan problemático en la que se ha establecido la cuestión).

James A Raymond, un profesor de la Universidad de Alabama, señalaba ya en 1981 en una brillante conferencia la existencia generalizada de esta dicotomía y advertía sobre los múltiples equívocos a los que conlleva. Estableciendo la necesaria alternancia que hay entre la plataforma de la Retórica, a la que ve como el eje de la actividad humanística, y de las Matemáticas, como el polo que ha terminado por definirse claramente como la matriz del pensamiento científico, observa la existencia de varios tipos de grupos que se definen por su proximidad a cualquiera de estos dos ejes. Por ejemplo, los matemáticos se caracterizarían por realizar un procedimiento deductivo con base a premisas establecidas previamente, en las que los métodos se resuelven suficientemente en su naturaleza abstracta y no requieren necesariamente de una comprobación u aplicación empírica. Ciencias como la Química, la Física o la Biología, en cambio, se moldearían por la sincronización de los datos con fórmulas axiomáticas (algunas de ellas generando incluso una simbología o una nomenclatura propias para conformar su precisión metodológica) pero tendrían su límite justo en la aleatoriedad de los datos, que siempre pueden cuestionar los propios axiomas. Las ciencias hipotético inductivas tendrán a su vez poco diálogo con las matemáticas, pero además estarían las disciplinas dedicadas a la producción, como la ingeniería, cuya base matemática es innegable pero la cual requiere de una toma de decisiones que las obliga a vincularse otros ámbitos (políticos o económicos) y por ende a la actividad humanística. Por otra parte, las ciencias sociales, que a partir de su surgimiento en los siglos XVII y XVIII terminaron por moldearse bajo el paradigma del pensamiento científico, nunca han dejado de tener un vínculo con la tradición humanística, ya que dependen de la argumentación, pero con la noción de metodología han decidido buscar su autoridad en su clara afiliación al pensamiento matemático. Esto da como resultado resultados ampliamente válidos, pero también varias paradojas. Raymond observa por ejemplo que muchos de los presupuestos que intentan dar una validez única a los preceptos científicos, menospreciando a las disciplinas humanísticas llamándolas meras especulaciones -como lo han hecho numerosos personajes, empezando por Augusto Comte y la tradición positivista- incurren en numerosas contradicciones al presumir una objetividad que se basa a veces más en la Retórica que en la “matematicidad” de sus afirmaciones. Tal es el caso, señala Raymond, del propio Sigmund Freud, quien en su “New introductory lectures on Psycho- Análisis” hablara de la validez única del método científico considerándolo como algo que no tiene límites y que no puede admitir coexistencia con otras disciplinas no científicas (como la filosofía), pero que, más tarde, donde concluye que el origen de los preceptos éticos está en la sublimación infantil de la dependencia del padre, el que se asume bajo la figura de Dios (quien es el sabio, el omnipotente, el protector) es claro que su investigación procede más por una analogía retórica que por la demostración empírico matemática. “Freud mismo viola – dice Raymond- los límites de la ciencia en el mismo texto donde la ha establecido…La analogía es reveladora, como los son todas las buenas analogías retóricas, pero ella no es conclusiva en el mismo sentido en que los silogismos o las ecuaciones son conclusivas, tampoco es conclusivo en el sentido en que lo es un experimento bien construido. Freud no practica ciencia en esa explicación, sino Retórica, y estemos o no de acuerdo con esa conclusión debemos admitir que él es un buen retórico”. (James C. Raymond, “Rhetoric: The Methodology of the Humanities”, Paper presented at the Annual Meeting of the Conference on Collage Composition and Communication. 32ava edición, Dallas, TX. Marzo 26-28, 1981).

Tal como se señala ahí, muchas son los procedimientos de las ciencias naturales y de las ciencias sociales que dependen del uso de procedimientos retóricos, es decir de analogías, ejemplos o metáforas. Ello hace advertir la propia naturaleza de las humanidades, que configuran formas de construir pruebas y conocimientos mediante otros procedimientos que no son los del método científico. En la sociología de Pierre Borudieu, por ejemplo, uno de los modelos de análisis que siempre hemos considerado más poderosos para estudiar la “economía de lo simbólico” en los escenarios sociales, y el cual no está exento de un profundo compromiso metodológico con la investigación empírica, es evidente que su marco conceptual está construido con base a metáforas, metáforas provenientes de la física, ya que Bourdieu intensifica nuestra percepción de que la lucha de clases es una lucha de fuerzas dinámicas, que se resuelven en campos, y que se advierten como trayectorias. Estas, y otras metáforas tomadas de la economía (como la de capital incorporado o capital institucionalizado, que son formas del capital simbólico), permiten revelar una dimensión de lo social que no logra verse desde otras ópticas (la de la propia economía o de la física, por ejemplo), aunque, en este caso, Bourdieu no rechaza sino capitaliza explícitamente varios preceptos de la retórica.

¿Cuál es entonces la índole del conocimiento humanístico? Raymond señala que los físicos pueden explicar cómo construir un reactor nuclear, pero difícilmente pueden decir cuándo y porqué hacerlo: ello esta vinculado con la formación de juicios que los datos científicos no pueden resolver. Existen incluso problemas humanos y sociales para los que no es plausible decir que haya “una solución” (cómo debe construirse una casa, por ejemplo) pero donde es preciso, en cambio, formar juicios y tomar decisiones, y entonces es necesario decir que las líneas metodológicas no pueden ir en una sola dirección. Existen así problemas cuyas variables pueden ser determinadas, para los que se requiere de la construcción de categorías, y problemas que operan con la indeterminación, para los que, como señala la Retórica, debemos recurrir a lugares (tópicos); así mismo hay problemas que deben ser abordados con una metodología preexistente, pero hay otros donde lo central es la invención de la metodología misma, ya que se trata de problemas particulares. La Retórica es la disciplina que provee sistemas de conocimiento y de juicio para esta clase de problemas, y por ello se propone como el eje de las disciplinas humanísticas: la ética, la filosofía, la religión, la historia, la literatura, las artes plásticas y las artes preformativas (cine, teatro, danza) etcétera. La Retórica y las humanidades no suponen la invalidación de los procedimientos científicos ni de los datos empíricos, pues tan absurdo es pretender que la ciencia puede abordar todo tipo de problemas como decir que las humanidades pueden prescindir de los descubrimientos que la ciencia ha desarrollado para construir sus propios conocimientos. Así, lo relevante es abrir las posibilidades de lo que entendemos por metodología. En palabras de Raymond, con la Retórica no tendríamos “metodologías incompatibles, sino un set de cajas productivas, unas más grandes que otras: la metodología de las matemáticas (que es razonamiento deductivo basado en premisas asumidas) es la caja más pequeña; la metodología de las ciencias empíricas de laboratorio es, en cambio, una caja màs amplia, incluidos los principia mathematica, pero incluyendo la observación empírica y la evidencia inductiva; y la retórica, la metodología de las humanidades, sería la caja más amplia de todas, que recupera los principia mathematica así como la observación y la inducción, pero incluye además un tipo de prueba que la ciencia y las matemáticas no pueden incluir, esto es, el entimema, una línea de razonamiento que acredita la existencia de lo probable” tal como lo propusiera Aristóteles para conformar la existencia de una persona educada. (Raymond, op.cit.) Podemos visualizar este postulado con las siguientes imágenes, que esbozan la metáfora de las cajas:








Es preciso decir, por otra parte, que existen tratamientos teóricos en disciplinas humanísticas que han intentado moldearse también por el paradigma matemático, buscando establecer así su cientificidad, pero olvidando lo que sus problemas tienen de indeterminación. Tal es el caso, por ejemplo de la gramática, que intenta fijar reglas y procedimientos para algo que es esencialmente vivo y situacional, como es el caso de la lengua humana (y que ha hecho necesarias otras intervenciones como las de la pragmática) –lo que ha venido a modificar lo que se entendía por gramática en las artes liberales (algo más parecido a lo que hoy conocemos como lexicología y redacción). Este hálito de la matematicidad de las disciplinas humanísticas, muy imbuido de las premisas de las ciencias “exactas”, está presente también en el estructuralismo, en la semiótica, e incluso en abordajes propios de la retórica (como en la Retórica general del Grupo Mu, donde se hace incluso una clasificación gramatical de las figuras, elaborando nomenclaturas propias, como en la Química) los cuales parecen resultar relevantes pero al final dejan intacto el problema central que se proponen abordar o bien establecen nuevas e innecesarias paradojas dada su propensión a determinar lo que de suyo no es determinado (como se ve en la noción problemática de grado cero de las figuras, que es la base de su definición semiótica pero que las convierte en anomalías semánticas cuando son más bien instrumentos cognitivos) . El contagio es extensivo en muchos ámbitos. Lo observamos por ejemplo en un artículo denominado "The rhetoric of typography: The persona of typeface and text", de Eva Brumemberg. (Technical Communication, May 2003). que intenta formular una “Retórica de la tipografía” y en el que, partiendo de que las fuentes tipográficas tienen ante todo una percepción metafórica por parte de los usuarios, lo que sería suficiente para comprender la condición situacional del fenómeno, se propone en cambio clasificar los tipos y las metáforas para establecer una “gramática de la retórica de las fuentes” (que es, obviamente, un contrasentido).

Además de ello, las humanidades deben lidiar todavía con otras cosas. Por ejemplo con la moda recientemente establecida por los postmodernistas que pueden fácilmente producir una escritura aparentemente convincente y subversiva pero que muchas veces no sólo es inconsistente sino gratuita, como lo demostrara en los años noventa el Alan Sokal de La impostura académica (un libro hecho por un físico que demuestra cómo muchos autores del campo de las humanidades producen afirmaciones totalmente infundadas pero que obtienen paradójicamente un gran crédito, y que ha dado pie incluso a que surjan en internet páginas que producen automáticamente los artículos, con citas académicamente impecables y bibliografías de moda: véase por ejemplo el Postmodern Generator en: http://www.lofitribe.com/2006/12/06/the-postmodern-generator-an-endless-joy/).

Con todo, sin embargo, los polos matemático y retórico de la investigación (es decir, los ejes de la ciencia y de las humanidades) deben demostrar sus alcances y profundizar en sus instrumentos metodológicos para resolver el enorme dilema en el que parece afectar hoy la vida académica a partir de la escisión de las artes liberales y su suplantación por el dicotómico –y problemático- panorama actual. No tenemos que proponernos un falso dilema entre la lógica y la razón versus la indeterminación y la invención (o peor aún, entre la ciencia “dura” y la “creatividad”, o entre la investigación “cuantitativa” y “cualitativa” (que son otros personajes semánticos que han venido a empeorar la cuestión) sino simplemente plantear la existencia productiva de dos ejes que en conjunto forman diversas posibilidades de investigación y abren el espectro de las posibilidades metodológicas.

El problema remite también a la proposición que hiciera alguna vez Hazard Adams, en un importante texto que llevaba por título La filosofía de lo literario simbólico. Adams señalaba ahí que los polos de los discursos humanos se han ubicado o bien en el polo de lo lógico matemático (al que denomina polo anti-mítico) y el polo irrenunciable de la identidad y la no diferenciación (que llama polo-mítico), pero a diferencia de lo que proponen los filósofos, artistas, hermeneutas o estructuralistas, él no plantea una contraposición sino una circularidad entre ambos: el polo mítico estaría siempre desencadenando un pensamiento antimítico (por ejemplo un poema autóctono y mágico despertaría la noción de estructura métrica y rítmica al ser pronunciado) y a su vez el eje anti-mítico tendría lo que el llama “retornos a lo mítico” como sucede por ejemplo cuando un desarrollo matemático complejo se emparenta con las formas de la ficción (uno de cuyos mejores ejemplos es por supuesto el libro de Douglas Hofstdter que muestra los descubrimientos más recientes de las matemáticas a través, sobre todo, de sorprendentes cuentos y fábulas, relacionadas, y en ello volvemos al planteamiento de las artes liberales, con la música y la pintura, y donde vemos que las paradojas literarias tendrían conexiones abundantes con las preguntas más aguzadas de la lógica –véase Douglas Hofstadter, Godel, Escher, Bach, Barcelona, Tusquets, 1995). Adams sitúa además a la crítica, a la historia y a la religión en la zona del círculo que el llama IRONICA, debido a que estos campos deben mantener una relación con ambos polos (mítico y antimítico) sin entregarse por completo a ninguno de ellos –lo que les haría perder su razón de ser. En el siguiente esquema podemos ver el modelo que propone Hazard Adams para comprender este círculo, donde observamos que el polo mítico remite a una no escisión entre el objeto y el sujeto, es decir a la unidad y la libertad, mientras que en el polo antimítico estaría la necesaria división y diferenciación entre el sujeto y el objeto, la determinación cuantitativa y la clara oposición entre hombre y naturaleza (esa dimensión, chocante a muchos humanistas, de ver explicadas sus decisiones como parte de una estadística, que no puede soslayarse tampoco del todo), con todas las variantes intermedias que caben para el arte, la crítica, la historia y la religión (la religión que, aunque siempre fundada en un relato mítico, debe resolver las cuestiones éticas de la conducta entre un plano inferior y uno superior, es decir, asimilarse a una diagramación matemática). Lo interesante de este planteamiento no es sin embargo el reconocimiento de esos extremos, en la que coincide en parte con lo que expusiéramos antes, sino en el hecho de que no se propone una oposición sino una circularidad entre ellos, son polos que siempre están en movimiento hacia su lado otro. Vemos entonces el esquema y pensemos que el movimiento que produce el movimiento dentro de él es a lo que podemos llamar conocimiento humanístico, tejné retórica: su parte más importante.

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Abra el cuadro para verlo completo. Tomado de Hazard Adams, “Philosophy of The Literary Simbolic”, en Critical Theory since 1965, Hazard Adams & Leroy Searle, editors, University Press of Florida, Tallahassee, U.S., 1966

miércoles, 6 de agosto de 2008

La mentira y el poder: dos dimensiones fundamentales de la retórica política contemporánea. El caso de las auscultaciones desoídas


Engañar a los demás es un defecto relativamente vano

Friedrich Nietzsche
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En un libro fundamental de la retórica contemporánea, titulado Rhetorics of Display (Retórica de lo que aparece, de lo que se manifiesta) los diversos autores ahí antologados demuestran la permanencia en nuestros días de una tesis central de la teoría retórica clásica donde se sostiene que las manifestaciones humanas siempre son relativas a los intereses de los grupos sociales y que lo propio de la acción humana es presentar dichos intereses bajo la forma de una apariencia culturalmente legítima. Las manifestaciones serían entonces proyectos narrativos, basados en convenciones simbólicas, en donde lo relevante no es la veracidad de los fenómenos que parecen representar sino la verosimilitud de las interpretaciones en las que se basan sus posibilidades persuasivas. (Rhetorics of Display, Antología editada por Lawrence J. Pirelli, University of South Carolina Press, 2006)

La práctica política sería uno de los resultados más evidentes de esa retoricidad de las acciones humanas, uno de los escenarios donde más cabe esperar esa ambigüedad entre lo que lenguaje muestra y lo que la acción realiza, ya que siempre será posible subordinar el orden epistemológico de las palabras al de la utilidad que brindan, dado un cierto debate frente a la polis. Lo anterior es claramente patente en esa figura de la acción política conocida como “auscultación”, figura con la que muchas entidades que gozan de autonomía relativa frente al Estado han sido dotadas para democratizar sus procesos internos. La ambigüedad de lo que la auscultación significa permite transitar, no sin paradojas pero sí de manera efectiva, de una posición basada en la representatividad mayoritaria a otra basada en la conveniencia y la oportunidad, recursos éstos últimos irrenunciables cuando las instancias de la autoridad intentan ejercer el control y el poder ante lo que consideran “peligros o amenazas”. Decimos que no sin paradojas porque la escena hará por ejemplo que un agente que tuvo que ser electo por vía de la representatividad democrática (fase en la que debió defender la legitimidad de la opinión de la mayoría) ahora, ocupando una posición de autoridad y de legalidad jurídica ante los escrutinios, puede declarar su abierto rechazo a la misma base que lo hizo obtener ese lugar. La narración que acompaña este viraje no desperdicia el afluente siempre dotado de las justificaciones, que para eso está la maleabilidad del lenguaje: siempre se podrá decir en ese trance que la mayoría carece ahora de información, que ha sido engañada o manipulada, que su representatividad es vana o insuficiente o que sólo responde a los intereses de los enemigos. El correlato de esa práctica retórica lo tenemos en las consultas ciudadanas o en la ambigüedad con la que se plantea la figura del plebiscito en los regímenes democráticos con tradición autoritaria, como los de América Latina. Un caso ejemplar en nuestro país es por supuesto la llamada consulta ciudadana frente a la multicitada Reforma Energética (que entregará la explotación del petróleo mexicano a los intereses del capital financiero global). Los senadores y diputados, electos antes por votación popular, no darán mucho crédito a la consulta y argumentarán que la ciudadanía no es experta en el tema, que estaría siendo manipulada por la oposición, que la representatividad por mayoría no es sinónimo de la mejor elección o que los procedimientos plebiscitarios no son procedentes, y votarán a favor de lo que es, sin más, una política impuesta. Ante tal resultado, la ciudadanía no dejará de advertir que tales votos provendrán más bien de las negociaciones internas con el poder, de las probables prebendas recibidas o prometidas (aunque también son sujetos de probables traiciones futuras) pero ahora estará indefensa ya que aquéllos podrán actuar al amparo de la curul que les fue conferida y de la legalidad que ello implica – y no quedará más remedio que confrontar el escenario acostumbrado donde con gran patriotismo se señala que se ha actuado por “el bien de toda la nación y no de intereses de grupo”.

Tal escenario no es extraño, y nadie debe sorprenderse de su existencia. Es más, esa historia puede repetirse incesantemente, ya que es parte inherente de la práctica política desde la antigüedad. La retórica recuerda eso: que a la opinión siempre es maleable, que la gente olvida y vuelve a creer: el éxito de los políticos consiste en capitalizar eso y convertir rápidamente lo que es un escenario de caos y disconformidad en una oportunidad y una cándida promesa de futuro. Ya Platón, otrora defensor de la verdad –convicción que lo llevara por ejemplo a expulsar a los poetas y los creadores de imágenes de su República Ideal- descubriría en Las Leyes que los negocios políticos no podrían conducirse con la sola intervención de las verdades divinas, sino que, entrando en el intrincado mundo de los intereses humanos, sería necesario cultivar el arte de la mentira y el engaño. Como lo señalara Ana María Martínez de la Escalera, en otra lúcida exposición sobre las artes de la retórica, Platón tuvo que defender ahí el uso “de un recurso problemático, como todo lo que procede del gobierno de la retoricidad de la lengua, pero lo consideraba inestimablemente útil”. De hecho en Las Leyes de Platón la mentira es denominada así: mentira útil o pharmakon khrésimon y es que la mentira aquí no es sino un fenómeno social, una técnica destinada a propiciar un evento, más que una falla ética (“y recordemos- dice Martínez de la Escalera- que el valor central de lo técnico se halla en la noción de utilidad, de lo khrésimon (lo útil, lo provechoso, lo ventajoso)” (Martínez de la Escalera, Ana “Mentir en la ciudad”, ponencia presentada en el II Congreso Internacional de Retórica Interdisciplinaria, realizado en la UNAM, octubre de 2004, pp. 1 y 2). La mentira y el engaño se profieren en virtud de la oportunidad (kairós) y éste principio de lo oportuno es esencial en la vida social en todos los escenarios donde es preciso producir una manifestación. La autora a su vez recuerda las investigaciones del filósofo alemán Hannah Arendt, quien en Verdad y política decía que “Siempre se vio a las mentiras como una herramienta necesaria y justificable no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado” (Arendt Hannah, ”Verdad y política”, en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Barcelona, Península, 1996, citado por Martínez de la Escalera, op. cit., p. 2). Arendt de hecho suscribe el principio de la retórica según el cual la verdad y la mentira no son necesariamente opuestos, sino insumos disponibles en el repertorio de los discursos para producir un acontecimiento. Y ya que sabemos que se puede mentir diciendo la verdad o que la mentira puede a su vez producir un efecto deseado (un hecho útil para un proyecto narrativo específico) no debemos sino considerarlas figuras, figuras que, como en nuestro caso, conducen el hilo conductor de las políticas.

La auscultaciones que sirven y no sirven, según sea el provecho que se saque de ellas, así como el uso de los efectos de la verdad o de la mentira, según sea su oportunidad y su poder performativo, tendrían que ser vistas como una dimensión de la retórica de las manifestaciones, prácticas culturales del lenguaje que están al uso en nuestra vida cotidiana. Así mismo sucede con el engaño medido o, para decirlo con palabras de Hannah Arendt, la “conspiración a la vista de todos”, que es parte de un viejo oficio de la política. Ciertamente, como concluye más adelante Martínez de la Escalera, “la mentira en este sentido, en cuanto mentira política no es individual sino social, afecta al receptor tanto como a las formas de la memoria colectiva, a la cual modifica, destruye u oculta” (Martínez de la Escalera, op. cit., p. 6) Pero tales son los usos de la sociedad sofisticada, de la sociedad basada en la retórica. Es por ello que debemos recordar a los antiguos sofistas, esos personajes tan satanizados por la historia de la filosofía y fundadores del pensamiento retórico mismo. Ellos no sonaban muy éticos, pero eran más precisos al definir las prácticas colectivas en términos de sus motivaciones reales (evitando así los errores de los ingenuos) cuando definían al hombre como el único animal que se caracteriza porque una cosa es lo que piensa, otra cosa es lo dice y otra cosa es lo que hace. Bajo este principio no hay sorpresas: la contradicción es la sangre misma del relato de la democracia y de la organización civilizada. Tal, también, de nuestro país y nuestras Instituciones.

lunes, 4 de agosto de 2008

Kenneth Burke, 2ª parte: la dramatización

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Si antes hablamos del modelo retórico de Kennet Burke según el cual el artífice de una pieza persuasiva se revela a partir de los tópicos que utiliza, de las circunstancias en las que busca su oportunidad y de la intención que dirige sus actos (véase la entrada titulada “El esquema pentiádico de Kenneth Burke”) hoy haremos más explícita la trama teórica de la que ese modelo proviene para una comprensión más cabal del mismo.
El modelo de la retórica en Kenneth Burke parte de una premisa básica: la vida es drama (en el sentido teatral). Esto es, la acción humana es una acción simbólica, se configura según los principios de la ficción. El objetivo básico de la dramatización es la búsqueda de la identificación (donde un sujeto intenta hacer que otros comulguen con él) para lo cual elabora la teatralización de los motivos. El lenguaje en general es la puesta en escena de ese drama simbólico, en el que el que comunica y su audiencia se vuelven consubstanciales. Bajo estos principios toda comunicación es retórica.

A partir de ello, dos conceptos adquieren un carácter central en la teoría burkena: el de sustancia y el de consusbstancialidad. La sustancia son las características esenciales de una persona, lo que se dice de ella y lo que ella dice de sí misma. La consubstancialidad es la sustancia compartida. Como tales principios deben ponerse de manifiesto, hacerse evidentes, entonces el drama conlleva a su vez la necesidad de establecer dos polos: la identificación y la división (toda comunicación que une a la vez separa, establece los umbrales) El lenguaje siempre une y divide. Surgen así, en la puesta en escena de la dramatización, lo que Burke llama God terms y Devil terms (los términos que salvan y los términos que pervierten, podríamos decir), y estas son por lo general palabras que connotan el bien y el mal, definidos siempre en relación a la sustancia.

Así, los elementos del drama se constituyen a través de dos instancias:

A) El dibujo de los motivos (el llamado esquema pentiádico: el agente, el acto, la agencia, la situación y el propósito) y

B) El ciclo de la culpa-redención, que tiene tres períodos

ooo1) El trazo que hace despertar la idea de culpa

ooo2) La Purificación, que se da por

oooooooooo2.1) La mistificación (el autosacrificio)
oooooooooo2.2) La victimación (castigos sufridos)
oooooooooo2.3) La ignorancia

3) La redención (la instancia que redime y procura la consubstanciación)

Desde luego esta nomenclatura sirve a Burke para enfatizar las fuerzas que modelan la acción humana en términos de su reperesentación simbólica. Pero es claro que forman un sistema, un sistema que se proyecta sobre las formas de la comunicación en todo tipo de escenarios.

Veamos. Un ejemplo de dramatización lo podemos encontrar en la estructura del documento titulado “Bases conceptuales de la División de Diseño”, producido en nuestra Universidad , y en el que parece resolverse se racionalmente un complejo debate sobre la naturaleza del diseño y su enseñanza . El movimiento inicial, antes de postular la definición de esas bases, está dedicado a dibujar las culpas. Éstas aparecen incluso ennumeradas. Dice

En primer lugar..una ubicación socialmente imprecisa de las prácticas del diseño ha dado lugar a una subvaloración profesional de las diferentes disciplinas” Después, continua: “en segundo lugar las disciplinas de los diseños nacen con una orientación eminentemente práctica y se desarrollan a partir de una confianza desmedida en la creatividad y en la capacidad inventiva de los profesionistas….en tercer lugar… todo lo que se relacionaba con el trabajo de investigación (…) fue dejándose de lado…” (cursivas nuestras)

Luego entonces, el texto se ingenia para hacer visible la victimación:

“Cuando…los procesos tecnológicos aparecieron…las disciplinas de los diseños no pudieron hacer nada para evitar el asalto (dramatic word) de la práctica descalificadora” .

Como el drama incluye un “asalto”, como vemos, entonces la instancia de redención en esta dramatización argumentativa propondrá una superación de una forma canónica y salvadora: se propone revertir la culpa estableciendo una estructura (que son las bases) donde la academia de diseño deberá funcionar atendiendo 4 esferas: “La conceptualización fundamentada, la formalización y prefiguración, la materialización y realización, y la aplicación y ejecución” todas ellas obligatorias para operar sobre cualquier proceso de diseño que comparezca en la escuela. Este esquema coincide de suyo con las cuatro partes de la retórica (invención, disposición, elocución y acción). Pero antes de arribar a ello el documento necesita definir sus God terms y sus Devil terms, esos términos que unen y desunen, que procuran la consusbstanciación en el lector. Dice el documento:

“Durante muchos años consideramos que el proceso general se desarrollaba siempre de la misma manera y que había un recorrido lineal (devil term), hoy día nuestra visión es más flexible (god term)….el desarrollo lineal ha dejado su lugar (dramatic words) a múltiples recorridos en un modelo de coordenadas formado por los procesos particulares" (god terms).

La búsqueda de consubstanciación se da así en la intención de que los lectores se adhieran a los postulados posmodernos (uno de los relatos dramáticos más recurrentes de nuestro tiempo), aunque no se explique cómo puede convivir ese modelo con el de la retórica descrito antes. Pero como vemos en este sucinto análisis la estructura dramática de la explicación es completa. (Tomado del documento “Bases conceptuales. División de Ciencias y Artes para el Diseño. Consejo Divisional, Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, febrero de 2001)

La dramatización puede también expresarse en la construcción de argumentos visuales, desarrollando varias formas de hacer implícitos los términos de la culpa, la purificación y la redención. Observemos por ejemplo el siguiente anuncio, realizado por el periódico “El Economista” donde se sugiere que normalmente somos víctimas de las noticias falsas y felices de los periódicos. La mentira sería aquí el devil term, las víctimas serían los lectores de falsedades, y la instancia que redime es la existencia del periódico mismo, que se promulga a sí mismo como un periódico más consecuente con la información real. Observemos cómo el razonamiento se presenta en términos dramáticos. Dice el texto “En la vida real la tortuga pierde” (aludiendo a la fábula de Aquiles y la tortuga), firma “El Economista” (el periódico):


O bien observemos este otro ejemplo, donde una escuela invita a los usuarios a perfeccionar su inglés mostrando los errores lógicos que se dan en varios letreros de la calle, y donde la victimación es expuesta a partir de mostrarnos los efectos que produce la ignorancia (el devil term de la cuestión)

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La comunicación es drama, dice Burke, y vemos así como el drama es la instancia que organiza la lógica de las expresiones en los distintos argumentos humanos.

Viejos tópicos en nuevos contenedores: el Circo y sus retóricas

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Aunque la forma incipiente del espectáculo que conocemos como Circo tuvo sus primeras manifestaciones en el Imperio Romano, donde fuera ya un paliativo simbólico para las demandas populares, no es sino hasta la época victoriana, en Inglaterra, cuando el Circo adquirió una forma comercial altamente sofisticada tal como lo conocemos hasta hoy. El Circo alcanzó su pináculo cuando a las modalidades del espectáculo se sumaron técnicas y sistemas de transporte para movilizar fieras de países lejanos, o insumos tecnológicos capaces de erguir gigantescas estructuras, pero sobre todo se distingue por el desarrollo de un conjunto de formas retóricas específicas que constituyen su característica estructura dramática: la plataforma central tiene la forma de un círculo, metaforizando al mundo en su completud esférica –tal como se establece ya en su propio nombre, que alude a la idea central de la circularidad-. En este mundo simbólico se contienen, alegóricamente, todas las proezas, maravillas, tragedias y comedias humanas (en ello el Circo es una metáfora emparentada con la Rueda de la Fortuna, aquel viejo tópico que fuera tan extendido en la cultura medieval). La orquesta (el coro) acompaña a este mundo en movimiento, donde aparecen batallas ecuestres, fieras domadas, cómicos enanos, payasos tragi-cómicos, hermosas acróbatas y prodigios antigravitcionales, un espectáculo que nos hace transitar por, amplificadas, todas las facetas de la aspiración humana, que siempre vuelve irremediablemente a su propio origen (el círculo se cierra). La constitución retórica de esta gran metáfora habla desde luego de los terrores de una sociedad que busca dominarse a sí misma, y que enfrenta numerosos obstáculos. Cuando vemos al malabarista luchar con cada vez más artefactos volantes, vemos dramatizada la necesidad de poseer el poder para manejar las variables –que parecen infinitas- de las sociedades en ascenso, que se procuran grandes retos pero que saben que la fragilidad está presente, mas el reto se proyecta hasta el paroxismo. Así mismo, la categorización social de las clases humanas marginalizadas (el gigante, el enano) que adquieren forma expresa en el escenario, marcan la necesidad de hacer patentes los varios límites de nuestra corporeidad, pero es una paradoja que se remarca, se hace fuertemente elocuente. La era victoriana habría dado este resultado, como forma de expresar su propio drama cultural y político, y más tarde este drama, convertido ya en un género propiamente dicho, se extendió a todo el mundo

En su libro The circus and the victorian society (University of Virgina Press, 2005), Brenda Assael señala además que aunque los actos exhibidos muestran cualidades extraordinarias, basadas en tópicos como los del poder físico o los del humor subversivo, el circo también elabora su estructura retórica suscribiendo los principios de lo grotesco, lo peligroso y lo lascivo, lugares que también figuraban en el discurso social de la Inglaterra de mediados del siglo XIX, una época que generó enormes tensiones entre el deseo de una educación moralizante y una descomposición callejera que le representa un enorme reto dentro de su propio Circulo.

Como concluye Ássael, el Circo se desarrolla en nuestros días dentro de un enorme conflicto entre las normas del espectáculo actuales y su propia tradición, sin embargo la sociedad vitoriana nos heredó este punto de vista único sobre una psique colectiva enormemente cargada de contradicción y ansiedad.

Y precisamente para contrarrestar ese conflicto, y adecuar esta forma de espectáculo a las circunstancias actuales, se han desarrollado nuevas formas retóricas de elaborar este círculo simbólico, transfigurando incluso la tradición. La más visible de estas formas es por su puesto el llamado Cirque du Soleil (El circo del sol) un producto característico de nuestros días donde las tecnologías contemporáneas, la sofisticación de las escenografías y las pistas musicales, así como de la cosmopolita capacidad de coleccionar a los prodigios humanos más resonantes de todo el mundo, dan por resultado un espectáculo que descompone el círculo y privilegia los planos, depura lo grotesco y se remite al mito, deslava lo sarcástico y elabora en cambio la solemnidad, y así mismo desdibuja el humor simple y privilegia el drama. El Circo del Sol es una refutación de la ansiedad de la sociedad victoriana, y a cambio nos expone ahora la tensión y las aspiraciones de una sociedad burguesa que se considera emancipada.

La burguesía se sabe ya no en una era de círculos sino de plena globalización. Pero la antigua tópica le sirve de respaldo: la retórica de la proeza sigue expresando la voluntad humana de trascender los límites del mundo, límites que sin embargo, están ahí, para nuestro desconsuelo. Es para afrontar eso que se requiere el espectáculo.


Cirque du Soleil: Delirium

viernes, 1 de agosto de 2008

El libro como pieza retórica

Si normalmente el libro ha sido ampliamente estudiado desde el punto de vista de su historia, de su trascendencia social a lo largo del tiempo, o de sus procesos de producción técnica, pocas veces hemos explicitado la profunda relación que éste guarda con la antigua retórica. Quizá sea demasiado obvio decir que la tradición retórica ha moldeado las formas del libro hasta la actualidad, haciendo que el antiguo rollo se convirtiera en un bloque de pliegos ordenado según las formas de la dispositio tradicional (exordio, narratio, argumentatio, epílogo) o que las formas de escritura evolucionaran emulando en el pergamino o en el papel las antiguas técnicas de exposición y elocución que se habían establecido para la deliberación oral (la invención de los sistemas de puntuación o de la distribución espacial de los parágrafos, por ejemplo, provienen de una equiparación en la página de lo que la antigua retórica postulara para desarrollar el arte de la oratoria). Sin embargo dada la enorme sofisticación que ha alcanzado la producción de libros desde la invención de la imprenta, es posible que tales vínculos no sean ya tan visibles, de ahí que convenga tal vez actualizar nuestra comprensión retórica de este fenómeno y observar de qué manera la tradición se presenta hasta hoy con nuevos rostros.
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El libro es una forma expandida de la retórica, expandida sobre todo a través de las tecnologías que permiten la multireproducción del discurso y su circulación en numerosos ámbitos públicos y privados. La primera consecuencia de trasponer las recursos de la deliberación oral a una forma física, es que los elementos que antes marcaban el ethos del orador sobre el discurso (a través de los movimientos del cuerpo, de la vestimenta, de la gesticulación o de los silencios, énfasis o pausas antes ejecutados por la voz) ahora debieron asumir una forma gráfica: tales marcas están en la calidad de los papeles, en la tipografía, en los sistemas de composición de la página, en las ilustraciones de las portadas o en los ritmos establecidos visualmente entre los párrafos y capítulos. Asimismo, el uso de los exempla, que eran una forma clásica de hacer viable el razonamiento lógico, o bien de la llamada écfrasis –parte del discurso donde el orador debía dibujar con palabras un objeto sobre el que se está deliberando para hacer vívida su presencia ante el auditorio- pudieron ser suplidos en el libro con miniaturas, grabados, litografías, dibujos, y, más adelante, con láminas y fotografías, incluso hasta el límite de convertir a las ilustraciones en un objeto de culto por sí mismas. De la misma forma, los antiguos schemata –esquemas mentales sobre los que la memoria podía retener varias estructuras conceptuales para improvisar frente al auditorio- se volvieron ahora diagramas, cuadros sinópticos, mapas o infografías; así, la memoria, antes una condición individual que debía de entrenarse, ahora se vuelve física, y se transforma en biblioteca.
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La segunda gran consecuencia de la trasposición es el enorme cambio que tiene el propio estatuto del discurso: se hace posible llevar la deliberación hasta límites muy amplios, en discursos que van más allá de lo que el cuerpo puede hacer en una sola jornada, y es conocida la enorme transformación política y social que tiene lugar a partir de la sofisticación del pensamiento a través de la escritura editada: se hace posible deliberar no sólo sobre los debates políticos de la vida sino hacer erudito el estudio sobre cómo y porqué deliberamos (libros de filosofía) sobre las reglas lingüísticas que seguimos (libros de gramática) o hacer explícitas las colecciones de tópicos que se usan para deliberar (libros que ponen a disposición todo lo que se sabe sobre un tema). Y ni qué decir de la ciencia, la religión o la literatura, que alcanzan amplísimos horizontes de desarrollo y de difusión a partir de la invención del libro. Siguiendo la secuencia aristotélica según la cual la relación del discurso con su público se da según deliberemos sobre el pasado, el presente o el futuro, el libro permite expandir los géneros del discurso retórico (forense, judicial y epidíctico) hasta las fronteras más particulares posibles, sagradas o profanas, generales o particulares, académicas o domésticas (libros de metodología, libros de cocina, enciclopedias, etcétera). Así, el libro hace posible contener todo tipo de temas y de géneros discursivos haciéndolos funcionar en este soporte clave de la elocuencia contemporánea para dar bases y conceptos a la organización de la polis en todo tipo de asuntos.

Pero siendo ésta una reflexión sobre la historia del libro, ni sobre su gramática, ni tampoco una tipología (existen ya muchas fuentes sobre ello) sino sobre el libro como pieza retórica, apuntemos los varias dimensiones a través de las cuales podemos decir que el libro se nos presenta como un dispositivo preparado para persuadir. Como en la antigüedad, el discurso propuesto por un libro se hace persuasivo apelando a las dimensiones del ethos (quén habla) el logos (el orden y suficiencia de su pensamiento) y el pathos (su capacidad de hacer elocuentes y emotivas las ideas). En Before Reading. Narrative Conventions and the Politics of Interpretation (Ohio Satte Unversity Press, EU, 1998), uno de los más importantes textos contemporáneos que existen sobre la retórica de la lectura, Peter Rabinowitz sostiene que el contrato de lectura entre un autor, un editor y un lector, sobre todo en la era de la producción de libros, obliga a que la publicación siga cinco reglas retóricas:

La noticiabilidad- Es decir, el interés por mostrar por qué un título contiene novedad en relación al saber ya dado, La noticiabilidad tiene sentido si pensamos que la lectura nunca parte de cero, sino que siempre es una comparación que hace el lector entre lo que ya sabía y lo que se le propone. Así, lo noticiable permite establecer la relación entre el texto y el contexto, entre el autor y lo que piensa de su audiencia.

La relevancia. Es lo que permite establecer el foco sobre un punto de vista particular. Todo libro postula, desde su mismo título, cuál es la óptica con la que se pretende abordar el tema, intentando hacer evidente el porqué de su necesidad y el porqué es necesario utilizar un determinado punto de vista.

La argumentación. Que tiene que ver con la forma del discurso, con la postulación de los elementos y partes que se requieren para dar cuenta del tema o del problema que se propone tratar. Un lector puede tener clara esa estructura al palpar el libro y hojearlo antes incluso de leerlo, pues sus índices, número de páginas, formas en las que está organizado o su misma voluminosidad hablan de su propios atributos argumetnativos.

La coherecia. Que es la prueba que todo libro tiene que pasar para probar que la estructura propuesta es la suficiente para lograr sus objetivos.

La significación. La regla, relacionada con la de relevancia, que procura garantizar que lo aportado por la lectura tendrá una repercusión significativa sobre la cultura, sobre el contexto del cual procede.

De este modo, Rabinowitz sostiene que el texto y la lectura son retóricas en la medida en que establecen una relación entre el ethos de la audiencia y unas políticas de interpretación.

Veamos ahora, desde el punto de vista del lector que de pronto se enfrenta a un libro, los diversos elementos retóricos en los que las reglas del discurso persuasivo se vuelven gráficos y materiales (el libro como pieza retórica). La siguiente lista proviene de las diversas experiencias que he analizado por mi propia cuenta ante diversos libros y en los cuales podemos ver cómo se resuelve la retoricidad del intercambio a través de los volúmenes:

1. La ética del material. Todo libro conforma su presencia, en principio, a partir del material en el cual nos propone leer: los tipos de papel, la textura de la cubierta, la tonalidad del soporte y sus posibilidades de contraste para la visibilidad, los durabilidad de su costura, etcétera. El material marca el ethos del orador, de forma tecnológica. Podemos hablar aquí de la pasta encuadernada, o de la cubierta plastificada, del gramaje del papel de las páginas o bien de los usos ecológicos del material reciclado; cada uno de esos usos expresa al lector una forma ética de proponer el intercambio, por contraste con el contexto cultural o económico del cual procede.

2. El volumen. Las dimensiones y el peso del libro expresan físicamente la extensión y profundidad con las que se pretende dar tratamiento al tema. Expresan también el aliento que debe tener el lector para afrontar o utilizar la obra.

3. El título y el subtítulo. El diseño de títulos implica técnicas precisas para establecer la personalidad del libro. El título resuelve de entrada las dimensiones de noticiabilidad y relevancia (foco) al texto editado, y como vimos estas dimensiones son decisivas en el contrato de lectura. No es lo mismo titular a un libro “Poesía española del siglo XX”, o “Historia general de México” , lo que nos envía a una generalidad aún no razonada y más bien enciclopédica, que llamarlos “Palabras en reposo: poesía española del siglo XX” o “La saga que no culmina: historia general de México”, los cuales ( y son títulos hipotéticos procurados sólo para esta página) introducirían ya un tema y una óptica (un foco) sobre el libro. Siempre he pensado que dominar las técnicas de los títulos (metafóricos, irónicos, focalizados, sinecdóquicos) es necesaria para la producción editorial y un beneficio para los lectores. Pensemos simplemente en la relevancia de los libros que recordamos y donde el título es primordial: “La Invención de América” de Edmundo O’Gorman, “Las trampas de la fe” de Octavio Paz, o un título que alguna vez hallé y que resulto primordial para alguna investigación sobre la comunicación gráfica sobre la discapacidad: Images of disabled: disabled images (Imágenes sobre los discapacitados: imagenes discapacitadas), que hablaba sobre las prejuiciadas representaciones gráficas sobre las personas especiales en los Estados Unidos, y cuya óptica irónica hablaba ya de lo relevante que sería para nuestra investigación. También he pensado siempre que los libros de las Universidades mexicanas carecen de técnicas al respecto: sus títulos son la mayoría de las veces oscuros, intrincados, poco informativos y auto-referenciales, lo que, aunado a su heterogeneidad diseñística y a su escasa difusión, hace que la mayoría de ellos permanezcan en bodegas.

4. La portada. Es otro indicio del ethos del orador y de las pretensiones argumentativas del texto. Como ámbito propio del diseñador, implica una retórica propiamente dicha: el 90 por ciento de las portadas recurren a la sinécdoque o a la metonimia, que son las formas más sencillas e inmediatamente asequibles, pero que tienen también un riesgo ya que a menudo eso sólo obliga a la redundancia con el título. Numerosos lugares comunes se suceden aquí (lo que habla de la retórica poco desarrollada de los diseñadores): células para un libro de química, tornillos para un libro de diseño industrial, pinturas clásicas para libros de literatura, monedas para un libro de economía. La mayoría de las veces la portada informa sobre el tema y el foco (una escena de espejos rotos para un libro feminista, digamos) pero casi nunca sobre el estilo de la escritura por ejemplo (que implicaría inventar metáforas nuevas). De cualquier forma, la portada establece ya retóricamente el talante del libro y su calidad es decisiva para la publicación, incluso en aquéllos libros que carecen de algún diseño, ya que en ese caso sabemos al menos que el volumen no nos saldrá caro.

5. La editorial. Es un respaldo decisivo para el ethos del autor. La casa editorial autoriza la calidad del discurso. Algunas editoras son reconocidas por el cuidado de sus textos, por el valor de las obras que publican, por la autoridad que adquieren en el tiempo sobre los temas que abordan, etcétera. El logotipo de la editorial es el que nos informa sobre este respaldo.

6. La colección. Un atributo suplementario de la editorial, que respalda al autor inscribiéndolo en una línea específica de contenidos, formando una autoridad colectiva. De la colección nos enteramos tanto por el nombre de la misma, por los numerales que la forman y por la forma física que los aglutina.

7. Páginas legales. Instituyen la autoridad de la obra producida en términos de derechos de autor, claves de registro, fechas y lugares de edición, es decir da también un soporte al autor, a la obra y a la casa editorial inscribiéndolos dentro de un organismo Institucional o mercantil legalmente reconocido. Esta parte surge con el advenimiento de la propiedad industrial, es un lugar histórico por lo tanto.

8. Índice temático. Proviene directamente de la dispositio retórica (el orden del discurso) solo que en el libro la dispositio es declarada abiertamente, antes o después del texto. El lector conoce en él la estructura del argumento, y en ocasiones este conocimiento es tan decisivo como el título para persuadir sobre el interés de la obra. Existen también diversas técnicas retóricas para realizarlo, ya que podemos en él ser simplemente generales (Primera parte, segunda parte, etc.) o bien retratar con frases y palabras clave la índole del recorrido argumentativo, dando volumen a la noticiablidad y la focalización en la mente del lector. En la época actual del internet, la técnicas refinadas de construcción retórica del índice resultan decisivas para acercarse a los textos en pantalla.

9. Varias formas de exordio: la editorial, el prefacio, la introducción, el proemio o el prólogo. La retórica dispuso siempre a la exordio como una parte importante para abrir el ánimo del público hacia el acercamiento a un tema. Con el tiempo se han desarrollado varias formas de realizarlo, recibiendo por ello varios nombres (la sofisticación de la exordio) En la era de las metodologías la introducción está casi siempre regulada: se trazan los antecedentes, los objetivos, las perspectivas metodológicas, etc. pero la exordio siempre introduce el tono, el timbre, y el tema que habrán de conducirnos, como en la música.

10. Partes, capítulos, secciones. Es la estructura del argumento, resuelta en términos de áreas diferenciadas de texto. El lector percibe esta estructura tanto por el cauce de la redacción como visualmente por la distribución de los espacios destinados al recorrido, como en la arquitectura. Existen muchas formas de modular gráficamente este sentido arquitectónico: con espacios en blanco, cambios de interlineado, subtítulos, numerales, letras capitulares, uso de negritas, cursivas, versales, etcétera. La imprenta proporcionó una amplia gama de posibilidades para establecer esta secuencia, modulando su ritmo y proporción. El logos está ampliamente involucrado también con la música.

11. La tipografía, la retícula y el diseño de la página. Son instrumentos que sirven tanto para ordenar como para metaforizar respecto al carácter del orador y del valor del argumento. Sobre ello hemos abundado ya en este blog (véase la entrada sobre la retórica de la tipografía)

12. Gráficos, fotografías, ilustraciones. Materializan las antiguas funciones de la écfrasis y los exempla, ingredientes esenciales de la deliberación. Toda una retórica de la imagen ha sido utilizada para expandir este reino.

13. El texto. Desde luego es la parte central de libro: la escritura propiamente dicha del autor y su capacidad conceptual y estilística para dar cuenta de un tema. Sin embargo, como hemos visto, está en estrecha interdependencia con los muchos otros elementos que hemos mencionado. Habrá que decir que, en la medida en que está constituido por palabras, el texto será algo que necesariamente estará atravesado por numerosas líneas, saberes, metáforas antiguas y nuevas, tópicos y figuras que provienen de diversas tradiciones y grupos humanos. El texto como recorrido es del autor, pero las palabras son de la comunidad. Por ello sólo ha podido nombrarse este fenómeno recurriendo a una metáfora: texto es el tejido, el tejido de numerosos hilos de los que nadie es dueño: los argumentos se urden, las novelas se traman: la tejné es el arte de operar con esta doble dimensión.

14. La conclusión. Es la otra parte instituida por la retórica, la recapitulación que anuncia el final, y que normalmente dialoga con la introducción. En ella el texto sale del texto, vuelve al contexto, y hace que el lector sienta el alivio del viaje terminado. Normalmente, una buena argumentación en un libro sólo es una apertura hacia otros libros.

15. Respaldos al ethos y al logos del libro: las notas al pie, el índice temático, el índice onomástico, la bibliografía. Como los libros hacen sistema, y los textos son redes no lineales que se remiten unos a otros, estos dispositivos se proponen explicitar las múltiples relaciones que guarda el volumen con respecto a otras fuentes o las que guarda el texto con respecto a sí mismo (como el índice de materias o el glosario de términos). Todo ello constituye un respaldo al saber del autor, que muestra la cultura de la que provienen sus ideas, persuadiéndonos sobre su autoridad. La red de lo intertextual es tan amplia y tan antigua que no sabemos porqué se habla tanto de hipertextualidad en la era digital, cuando ésta ya era patente desde la Edad Media.

16. El colofón. Normalmente es la voz de los muchos artesanos que han debido participar de la producción del volumen (tipógrafos, diseñadores, impresores, etcétera) esta parte es fundamental ya que recuerda la corporeidad colectiva que ha hecho posible nuestro disfrute, así como su acotación en un espacio y un tiempo concretos.

17. La contraportada y las solapas. En la era de su comercialización, el libro ha debido abrir estos espacios para anunciar al lector sobre lo que encontrará en el libro. Su redacción es fundamental para precisar cuál es la significatividad de la obra de la cual se trata. Existen también aquí retóricas precisas para proceder, que implican la capacidad de concisión de quien las escribe al ponderar lo noticiable y lo relevante que da sentido al texto.

Bien, a esta enorme lista, que nos muestra lo altamente sofisticada que es la retórica del libro, habría que sumar las otras circunstancias retóricas que forman el entorno persuasivo de las ediciones, como las técnicas de promoción, las presentaciones públicas, los sitios web que los disponen en pantalla, las reseñas, los mostradores, las librerías –la mesa de novedades por ejemplo- así como otros elementos de amplísima retoricidad como son las técnicas de conservación, de encuadernación o de organización bibliotecaria. La cultura occidental ha encumbrado en el libro a uno de los resultados más trascendentes de la antigua retórica. Si como dijimos antes la retórica postula que el saber es poder, este poder se encuentra concentrado y ampliamente desarrollado en esa pequeña pieza retórica que conocemos con el nombre de libro.






Aquí uno de esos libros capaces de renovar nuestro entusiasmo por la lectura: se trata de la edición brasileña del libro de Robert Birnghurst A forma sólida da linguagem (La forma sólida del lenguaje), Sao Paulo, Ed. Rosari, 2006, que destaca tanto por la calidad del texto que contiene como por su diseño. De volumen pequeño y de breve lectura (88 páginas), está realizado con un fino papel de alto gramaje y de un color casi amarillo bastante subido que sirve de excelente plataforma para las depuradas ilustraciones que acompañan la exposición. Su composición es perfecta, así como su equilibrio plástico, su tactilidad, y la impecable calidad tipográfica del texto (ha sido compuesto con dos fuentes tipográficas -utilizadas ex profeso para el libro- y que están perfectamente documentadas en el colofón); así mismo cuenta con viñetas, solapas y una portada que aciertan a hacer patente la elegancia de la sencillez cuidada que deja traslucir una profundidad sin aspavientos. De fascinante lectura además, ya que habla de la gran relevancia que tiene la materialidad de los textos para dar calidad a la evolución del lenguaje, puntualizando y corrigiendo para ello varios presupuestos casi siempre intocados de la lingüística, pero para navegar mejor con ella. Es ante su tema una pieza altamente persuasiva.