domingo, 23 de diciembre de 2007

Fémina retórica

Sin duda uno de los ejes más importantes de la actividad retórica contemporánea lo constituye el movimiento de las mujeres, quienes están en constante labor argumentativa para remontar las desventajas sociales que se les han impuesto históricamente a través de estructuras falazmente construidas con base en la diferencia de género. En efecto, es en virtud de unas categorías de pensamiento y de acción que se reflejan en el lenguaje, en las prácticas cotidianas y en las instituciones, mediante las cuales se intenta asignar a las mujeres un papel de segunda clase en casi todas las actividades civiles y políticas, que el mundo femenino se encuentra atravesado por una abrumadora avalancha de inequidad. Tal orden sin embargo, aunque se erijan columnas para hacerlo parecer natural, es un orden inventado, soportado por prejuicios, un orden no necesario; es en suma un orden histórico que es posible desmontar y transformar.

En los últimos años hemos asistido por ello a un debate generalizado al respecto, un debate cargado en ocasiones de exageración y de imprecisión (como la famosa – y generalmente infértil- idea de dirigirse a los “profesores y profesoras”, “mexicanos y mexicanas” en un discurso público, por ejemplo) pero que resulta ineludible dada la fuerte controversia tópica que se tiene que afrontar. Y es que, como señala Pierre Bourdieu en La dominación masculina, “El recelo, cargado de prejuicios, con que la crítica feminista observa los escritos masculinos sobre el tema de la diferencia entre los sexos no carece de fundamento…pues… El dominio masculino está suficientemente bien asegurado como para no requerir justificación: puede limitarse a ser y a manifestarse en costumbres y discursos que enuncian el ser conforme a la evidencia, contribuyendo así a ajustar los dichos con los hechos.” (La dominación masculina, texto en línea: http://www.hombresigualdad.com/pierre_bourdieu.pdf., pags. 1 y 5)

De ahí la importancia de la precisión retórica que requieren los movimientos feministas, obligados como están a desentrañar una madeja demasiado densa y petrificada para hacer elocuentes nuevos caminos. El primer gran bloque con el que se confrontan es el propio “logos masculino”, ese corpus que abarca todo tipo de disciplinas y filosofías y en el que la óptica masculina parece imponerse –de forma velada por supuesto- aún en las doctrinas más “revolucionarias”. Una evidencia de la imposición de este logos masculino –como señala también Bourdieu- se encuentra en el propio psicoanálisis, como sucede en las palabras del mismo Freud en uno de sus textos canónicos, donde se ve cómo su aproximación a la diferencia biológica termina constituyéndose como deficiencia, es decir en inferioridad ética:

“Ella (la niña) observa el gran pene bien visible de su hermano o de un compañero de juegos, lo reconoce de inmediato como la réplica superior de su propio pequeño órgano oculto y, a partir de ese momento, es víctima de la envidia del pene (…) Se vacila antes de confesarlo, pero no se puede dejar de pensar que el nivel de lo que es moralmente normal entre las mujeres es otro. El superyo de éstas jamás será tan inexorable, tan impersonal, tan independiente de sus orígenes afectivos como el del hombre” (Freud, S. "Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos", en La vie sexuelle, PUF, París, 1977, pp.126 y 131)
Vemos ahí funcionar entonces un a priori que carece de fundamentos empíricos -como no sean las propias apreciaciones del analista- pero que se vuelve punto de partida para investigadores posteriores, y en ello la episteme se ancla de nuevo con la tradición masculina del pensamiento que atraviesa buena parte de los discursos y termina por volverse automática e incontestable, manifestada así, como pura evidencia.

La dominación masculina se ha instalado también en la filosofía, en las fórmulas de la racionalidad, en las metodologías, en algunos cánones de la pintura o la literatura así como en la arquitectura (y la disposición de los espacios), en la distribución del trabajo doméstico o en varios preceptos de la religión o la medicina. Lo organización de una respuesta capaz de revertir ese corpus –con toda la sustancia simbólica que ello implica- no es una tarea fácil ni puede remitirse sólo al sentido común, requiere de elaboración retórica y fuerza argumentativa (y en ello el feminismo comparte condiciones con otros grupos humanos en necesidad de refutar las prioridades políticas al uso como son los indígenas, los migrantes, los homosexuales o los pueblos colonizados).

Tal debate nos recuerda desde luego a una de las figuras más emblemáticas de esta lucha de las mujeres en el campo de la literatura: Clarice Lispector, cuyas decisiones retórico-literarias son un buen principio para comprender la dimensión de las apuestas simbólicas que la situación implica. En la novela breve titulada La hora de la estrella (Siruela, Madrid, 2001), por ejemplo, Clarice confronta de entrada el logos central de la literatura colocando –para desconcierto del lector- varios títulos posibles a la narración (La hora de la estrella o Que ella se apañe o Historia Lacrimógena de Cordel, etcétera), al mismo tiempo el libro inicia con un paradójica dedicatoria de la autora a sí misma que contradice la lógica proyectiva de los libros, llevándonos a una situación ambigua frente al relato y mostrándonos cómo la primera confrontación se da desde la misma dipositio textual. Después inicia el relato, que cuenta la historia de Macabea, una mujer hecha nadie, movida entre actividades puramente banales, cuya vida es relatada con un narrador en primera persona que es a su vez paradójico, pues confiesa su desilusión de escribir y nos desilusiona a su vez con respecto a las expectativas narrativas, ya que el punto de vista sobre el relato sugiere también un desencanto de lo narrado (y por tanto pone en suspenso el ‘contrato’ con el lector). Ello por supuesto obedece a una técnica retórica: se trata no de documentar o denunciar los referentes sociales que hablan de la situación de las mujeres, sino de hacer padecer esa experiencia en el modelo de lectura; en este sentido La hora de la estrella tiene un parentesco con “Mi tio Iauareté” de Guimaraes Rosa (relato en el que aparecen sonidos incómodos entrecortados en la voz de uno de los personajes del cuento, que en realidad tienen su origen en el tupí –una lengua indígena exterminada en Brasil desde el siglo XIX- y con lo que se nos hace experimentar el efecto que tiene para pueblos enteros hacer desaparecer su lengua) o con Franz Kafka, quien debía dar testimonio, con el simbolismo de lo absurdo, de la decadencia de un proyecto de civilización que le había sido impuesto a su pueblo, debiendo escribir además –como lo señaló Walter Benjamín- en la propia lengua del imperio que socavó su cultura (el alemán) y que impuso ese sí un orden absurdo.

Vemos así que la construcción simbólica de los modelos narrativos es un ingrediente crucial de la argumentación y la contraargumentación retórica en el campo literario, a través de la cual los escritores se confrontan con la doxa. Todos ellos conocían además profundamente las convenciones literarias de su tiempo, y es con respecto a ellas que diseñan su enunciación. Valga pues La hora de la estrella como una narración que demuestra no la “cercenación natural” de las mujeres, sino la lucidez de una escritora para construir un relato desde el otro lado, el lado no visto de la cuestión, que aquí se hace evidente al ponernos frente a la mutilación de las féminas que constantemente se ejerce desde la dominación masculina.
oo

viernes, 14 de diciembre de 2007

Una retórica ingenua

Una vez más nuestra escuela de diseño gráfico acaba de ser llenada con los trabajos que se realizan en el taller de “Gráfica Monumental”. Ahí se ha adoptado la costumbre –cultivada desde hace más de veinte años ya -de utilizar algunos recursos de gran formato (como la manta) para denunciar la violencia, el consumismo, el imperialismo norteamericano, el militarismo, la enajenación, el racismo, etcétera. Es un curioso uso de la retórica, ya que tales enunciados se exponen como “productos académicos” ante una comunidad universitaria que en general ya está más que conciente del diabólico engranaje del capitalismo, de modo que no sabemos bien a bien a quién y de qué intentan persuadir. Al menos sabemos que es una información que no sorprende a nadie. Pero por otra parte los profesores de ese taller se asumen como artistas plásticos alternativos (¡están en contra del establishment!) y desprecian el dibujo fino, el uso de la retícula y de la tipografía sofisticada, de modo que los trabajos terminan siendo de muy mala calidad en términos gráficos (como si hubiera un acuerdo tácito de que para ser popular hay que trabajar pobremente!). Quizá suponen que el uso de los elementos avanzados de la tipografía serían una especie de aburgesamiento, pero en todo caso tendrían que saber que la calidad textual y editorial de los manifiestsos no es un invento del Tio Sam sino de la tradición escrita que nació hace más de dos mil años. El equívoco es entonces muy patente: sabemos que, como dice Harold Bloom, el discurso de los que se autoproclaman como marginales se basa en la poética del resentimiento, pero es momento ya de tener una honestidad intelectual y reconocer que esa tópica y esa estilística no han reportado prácticamente ningún beneficio a los movimientos sociales a los que se supone representan. Quizá tal creencia tuvo algún auge en los años sesenta y setenta, pero hoy estamos obligados a revisar nuestra propia retórica y reconocer en dónde hemos cometido falacias: es fácil usar ideas de sentido común, hacer dibujos elementales y disponerlos en un lugar donde la protección de la “tribuna universitaria” permite –por democracia colectiva- decir cualquier cosa. Pero los autores, que normalmente se definen "fuera de la retórica" debieran saber en cambio que están inmersos en ella cuando eligen una figura como la ironía como su artificio discursivo permanante, sin comprender en cambio que ella implica una destreza mucho más compleja para alcanzar un poder real: es decir existe un arte de la ironía que se ha estudiado por siglos (bastaría leer a Quevedo) que implica mucho mayor estudio, mayor aquilatamiento de los argumentos y no una poética de sentido común que es fácil repetir durante 30 años. Si realmente se quiere aportar algo convendría pues que nuestros profesores y alumnos avanzaran en el estudio de la propia retórica que emplean en su discurso ya que, por otra parte, y sin querer, con esas soluciones así mostradas no hacen sino persuadir a las otras carreras y divisiones de que en efecto en diseño no hacemos sino cosas elementales -como de secundaria- para las que no hace falta una Universidad (y recordemos que una máxima de la retórica es conocer y respetar a la audiencia, a la argumentación y al estilo). Vemos aquí dos mantas representativas, fotografiadas apenas hace unas semanas; obsérvése la retórica de la ironía aplicada de forma ingenua y elemental donde se denuncia el consumismo y la situación de la mujer, utilizando elementos de puro sentido común: